Cae el sol y baña con sus rayos color naranja la explanada. Poco a poco adquiere su color el Monumento a la Revolución, así como van llegando las personas a su explanada, a su museo, a cada una de sus esquinas donde durmieron aquellos cobijados con cualquier sábana de cartón.
El elevador sube y baja una y otra vez del subsuelo al cielo. Por todas partes se vive la fiesta en Revolución sin la necesidad de una convocatoria gubernamental. Ahí está la gente, caminando por su historia e imponente coliseo o corriendo por sus aguas, escapando de no mojarse, desviando el curso de las fuentes, abrazados después de un round por cualquier ideada o, como dice el buen mexicano, por cualquier pendejada.
La Plaza de la República es un salón de danza y música, de juego y lucha, de vendimia y ensueño. Los enamorados se besan y otros rompen sus promesas del por siempre anhelado; los niños corren tras una pelota que toca el cielo, cuando los mendigos forman raíces en el suelo; el trajeado come un huevo cocido al igual que los chavos que dan el rol y también comen cacahuates.
Los ciclistas practican sus acrobacias y unos payasos se sientan a descansar bajo un árbol del calor sofocante de la tarde. Los vendedores llevan sus canastos y cajas por delante, “¿no prende el encendedor, joven? Inténtele con éste”, asegura un señor de más de 50 años, con las arrugas apareciendo en un rostro que mantiene firme su sonrisa.
El tiempo corre, el fuego se consume y el cielo adquiere su tono naranja-rojo. Todos disfrutan hasta el último minuto, una fiesta donde nadie tuvo invitación pero a la que todos llegaron incluso sin conocerse.
Un fin de semana en Revolución pudiere ser resultado de una verdadera revolución. El cigarro llega a su fin y el humo se levanta en el cielo. La pelota del niño choca con el suelo. El sol se oculta y la plaza se va quedando sola. La noche cae, todo vuelve a la normalidad.
Por: Humberto de la Vega
Foto: Archivo Extensión